“De la Tradición a la trata” Parte I
Por: Arely González Rodríguez y Giovanni Z. García Rojas
Las mujeres de tierra caliente suelen desarrollarse diferente a las de clima frío, al menos eso me decía mi abuela Pancha cuando yo tenía diez años. No comprendí exactamente lo que me quiso dar a entender, pero lo que me dijo en aquella tarde calurosa del treinta y uno de octubre, empezó a hacer estragos en mi pequeña cabeza de niña inocente. Me decía que los deseos de jugar con muñecas desaparecían pronto, que también dejaría de revolcarme en la tierra y que ya no tendría deseos de corretear a los niños de mi edad, sino que a partir de que tuviera mi primer sangrado allí abajo, empezaría un deseo vehemente por probar cosas diferentes, por estimular “la campana” y juguetear mis pezones, que tendría cambios en mi cuerpo y sobre todo, ya estaría lista para irme con un hombre y ser su mujer.
El pensamiento de mi abuela era tan liberal que a mi padre asustó, pero por lo menos ya tenía conocimiento de lo que podría suceder. A los trece años de edad tuve mi primera menstruación. Entendía que era normal, y que ya estaba preparada para irme de la casa como mis otras dos hermanas, Romina y Raquel. Mi primera hermana, Romina, se fue del hogar cuando tenía quince años, la casaron con un hombre diez años mayor que ella, por otro lado Raquel, se la robaron cuando ella tenía trece años durante una noche de octubre cuando la lluvia arreciaba, jamás supimos de ella sino hasta pasado un año después del “secuestro”, cuando llegó con un pequeño bebé y su esposo que le superaba por doce años.
Mis hermanas y yo sólo nos distanciábamos por un año de edad, pero el futuro para las tres, estaba escrito y dictado siempre por nuestro padre Darío. Recuerdo perfectamente cuando casaron a Romina. Mi padre para entregar la mano de su hija, pidió a cambio tres cabezas de ganado, dos bultos de maíz, una maquila de frijol, otra de chiles secos, veinte mil pesos, que la familia del novio pagara la fiesta y que estuviera presente el grupo “Acapulco Tropical”. Preguntarán por qué mi padre tuvo ése comportamiento y quizás lo tachen de convenenciero, pero la verdad es que éste tipo de prácticas no son exclusivo de Darío, sino que es algo común y está presente en otras familias indígenas como los nahualtecos, mixtecos, amuzgos o tlapanecos del Estado de Guerrero.
De mi segunda hermana ya no hablamos, porque no quiero entrar en detalles. Empezaré a contar mi historia. Podríamos ponerle título y se me ocurre “De la tradición a la trata”.
Todo empezó cuando mi pensamiento y mi cuerpo abandonaron la infancia. Me hice atractiva ante los ojos de no sólo hombres de mi edad, sino para otros varones mayores. A mis catorce años se me formaron unos pechos pequeños y redondos, que a vista de todos eran atractivos por su forma, mis caderas se ancharon pero se me conservó una cintura pequeña. Mi cabello crespo, mis ojos grandes y negros, una cara pequeña con nariz griega y piel color canela, hacían una terrible combinación con las características de mi cuerpo. Todas las miradas se posaban en mí.
Una de esas miradas fue la del mismo Comisario de Cochoapa el Grande, el pueblo más pobre de México, mi pueblo natal. Recuerdo perfectamente que él me desnudaba con la mirada, que parecía que quería arrancarme la ropa de una forma violenta. Cada vez que me veía, me lanzaba piropos que parecían más bien ofensas. Le comenté a mi padre del comportamiento que tenía hacia mí aquel hombre, pero él entre trago y trago sólo me ignoraba y decía que hablaría con ése individuo dentro de unos días, puesto que ya habían dialogado anteriormente. Mi sensación fue de satisfacción porque pensé que el acoso terminaría, sin embargo no fue así.
Después de la semana de acusar al Comisario con mi padre, en la casa comencé a sentir un mal augurio en el aire. Mi madre empezó a llorar cada noche y en silencio se tragaba todo lo que deseaba escupirle a la cara a Darío. Mi padre golpeaba a mi madre hasta el cansancio, él quería silenciar a mi madre con puños en la cara, yo quería hacer algo para impedir aquella agresión, pero si trataba de interferir también me tocarían los golpes de aquella discusión, donde siempre la culpable era mi madre, Eulalia.
La realidad que tenía en mente se hizo presente al paso de unos días. El comisario llegó a la casa de mi familia con una botella del mejor mezcal de Oaxaca, el estado vecino. Le regaló la bebida a mi padre y él no dudo en destaparla. Me pidió de una forma grotesca y descortés que sirviera en unos vasos aquel líquido embriagante que había traído el invitado. Mi temor fue creciendo a medida de que mi padre y el comisario se iban emborrachado, tanto fue el pavor que por accidente tiré uno de los vasos, sin embargo, mi padre no me golpeó por respeto al convidado.
Después de aquellos tragos de amargo licor, comenzaron a hablar de una fiesta, comida e invitados. Yo no entendía del todo, pero me enteré al otro día cuando mi padre dijo “Ana, hija. Felicidades, te vas a casar con el comisario del pueblo. Ya hablé con él, es un buen hombre y no te hará falta nada”. Después de todo, comprendí del por qué mi madre lloraba casi todas las noches, y del por qué mi padre la golpeaba. Entendí que fui vendida, y que mis sueños de adolescente habían terminado antes de que los pensara. Detesté las malditas “Tradiciones y costumbres” de un pueblo donde muchos vendían a sus hijas por desinterés, por querer dinero o por el hecho de tener una hija que sólo debe servir para complacer al marido.
La “negociación” para mi venta inició en enero, y fue el día 17 de mayo cuando se consumó. Una noche antes de la ceremonia religiosa no puede dormir por el pavor a casarme. Mi abuela Pancha ya me había contado de lo que tenía que hacer. No me daba miedo preparar la comida, ni lavar los trastes o la ropa, me surgía el temor cada vez que pensaba que llegaría el momento cuando él me pidiera que me quitara la ropa para verme desnuda. Mis pensamientos provocaban un viento o un huracán en mi cabeza, pues el horror de que me arrancara la ropa con violencia en caso de desobedecer, me provocaría asco o rabia, porque sabía ya que yo sería su mujer.
En el día de la boda desperté muy temprano. Mi madre con sentimientos encontrados y con un llanto que emanaba cólera, me entregó un vestido blanco con bordados de flores con aves y huaraches de mi talla. En el vestido, las aves volaban con alegría y gozaban de libertad, cosa que para mí a partir de esto, sería sólo una fantasía.
Trágica tarde de mayo, dulces nupcias para un hombre de 40 años, tristeza para una niña de catorce. A la fiesta llegaron comisarios de los pueblos vecinos, hombres y mujeres sin huaraches, niños con ropa desgastada y vieja. La temporada de lluvias aun no comenzaba, así que los caminos para llegar a Cochoapa el Grande, eran accesibles y transitables. Mucha gente estuvo presente durante mi boda arreglada. Fue una fiesta enorme con excesos de comida y alcohol de todo tipo. Todos gozaban y festejaban de alegría por la “hombría” del comisario, por tener ahora dos mujeres en su casa. Entre la multitud, se empezó a escuchar, “ése mi Pancho Villa, con sus dos viejas a la orilla”. Fue una noche de miedo, lágrimas y gozos.
Con el paso de la horas y al caer la noche, los invitados se comenzaron a despedir uno a uno y mis nervios iban llegando a medida de que el silencio se apoderaba del lugar. Al término de todo, me despedí de mi familia. Mi madre en llanto, mi padre ebrio pero contento, pues su hija se había casado un hombre de bien.
No sabía lo que me esperaba, tampoco quería saberlo, sólo quería dejarme llevar y aceptar todo. Terminó la fiesta, cayó la madrugada y llegué a la casa del comisario, allí se encontraban sus hijos y su primera esposa. Todos ya dormían. Sentí mucha rareza al saber que viviría con ellos, compartiendo no sólo un techo, sino un hombre que fungía como padre y esposo. El Comisario, me llevó al cuatro donde pasaríamos “nuestra noche de bodas”, empezó a besarme con su aliento alcohólico, y como temía, me arrancó la ropa, empezó a manosearme tan fuerte que me lastimó. Como no quise aceptar estar con él, empezó a lanzarme golpes, golpes que eran tan rígidos que provocaron heridas a mi pequeño cuerpo de adolescente. Por más que gritaba para que me soltara, más me azotaba… Me había violado por primera vez.
A la mañana siguiente, su primera esposa me levantó muy temprano para ordenarme que hiciera el desayuno. Entre el dolor de la noche, el sexo obligado, el desvelo y el miedo, tuve que levantarme e iniciar una vida rutinaria. Mis actividades durante todos los días eran de hacer la comida, ir por agua con garrafas al río y mantener relaciones sexuales con “mi esposo”. Esto se repitió día tras día y durante ocho meses.
Lo único bueno de este matrimonio arreglado, fue que el comisario era una persona letrada que sabía leer, escribir y conocía un poco de leyes. Todos estos conocimientos que para mí eran extraños los fui adquiriendo de poco a poco. Descubrí que la situación que estaba viviendo no era normal, y que lo mejor para mí era escapar. Estuve analizando la posibilidad de huir, y empecé a buscar maneras para escabullirme. Sin que él se diera cuenta, empecé a robarle dinero a escondidas. La cantidad era tan pequeña que no se dio cuenta.
Alguna tarde nos dijo que nos preparáramos, porque iríamos a una fiesta de otro comisario en una comunidad vecina que estaba muy cerca de Tlapa, Guerrero. Pensé que sería una muy buena oportunidad, así que agarré lo que tenía ahorrado. No era mucho dinero, pero me serviría para poder estar tranquila por unos dos o tres días antes de que consiguiera un lugar donde trabajar o vivir. Acudí al evento junto con la persona que me compró. En un momento de distracción, hice lo posible por escapar y lo logré. Llegué a Tlapa como pude, y ya estando allí pasé de todo en los pocos días que estuve en ése lugar. Supuse que tendría éxito, pero no fue así. Se me estaba terminando el dinero en hospedaje y en comida, que cada vez se me hacía más cara. Sentía mucha incertidumbre. No pude vivir sola, así que no me quedó de otra más que regresar a la casa del comisario. Sabía lo que iba a pasar.
Cuando regresé a casa, mi marido me dio la bienvenida de la forma habitual que lo hace cualquier macho, la manera que me dejó inservible por cinco días. Mencionó con bastante furia que lo dejé en ridículo ante las personas del pueblo, que ya no era digna de vivir en ésa casa. Después de que sané de la golpiza que me propuso, empecé con la rutina de siempre. Pensé que había perdonado mi huida, pero no fue así. Lo último que escuché de él fueron las siguientes palabras: “Ana. Te irás a vivir a una nueva casa”. Cuando escuché esas palabras, pensé que me matarían. No me permitieron empacar nada, sólo me empujaron hacia una camioneta blanca, me dijeron “súbete y no digas nada”. Realmente no sabía que iba a hacer, si iba a limpiar casas o a preparar comidas, pero lo supe cuando llegué a mi nuevo paradero. Empezaron a prostituirme en una cantina de un pueblo perdido al sur del Estado de Puebla.
Yo no quería casarme, no quería tener una vida de esclavitud. Si escapé fue porque no soportaba una vida “arreglada”, si regresé fue porque no tenía la suficiente preparación para enfrentarme a la vida. Me vendieron como si fuera un producto. De un matrimonio arreglado, terminé en las manos de un proxeneta que me obligaba a cumplir con una cuota diaria.
Esta es parte de mi vida. Te contaré un poco más, después de que sepa cómo cruzar. ¿Sabes? Me encuentro ahora en Ciudad Juárez, estoy buscando la manera de localizar a un coyote para que pueda estar a salvo en EEUU, para así olvidar el momento cuando mi padre decidió venderme, y también para borrar esos amargos recuerdos de cuando me obligaban a coger con cientos de hombres por semana.
“De la Tradición a la trata” Parte I
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