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El egoísmo que nos divide

Por: Gerardo Daniel Mendoza Lamegos

Para Robert Dahl, existe en la naturaleza humana un egoísmo inherente a ella que le impide conformar una sociedad democrática ideal. Tal reflexión es desarrollada en su obra Los dilemas del pluralismo democrático, y si bien no es el tema central que ocupa a Dahl en este texto, si dedica en unos breves apartados a debatir la imposibilidad de llevar a cabo una democracia idealista donde todo el grueso de ciudadanos que conforman una sociedad política desarrollada puedan participar y administrar los quehaceres del Estado.
      El primer obstáculo que enfrenta una sociedad o un pensador que vislumbre las formas fantásticas que ofrece una democracia total, tiene que detenerse a pensar el gran problema del número; es decir, darse a la difícil tarea de crear las instituciones que ejecutaran los mecanismos y organizarán la participación política de los individuos que conforman los Estados nacionales tal y como los conocemos hoy. Pero, y aun cuando pudiese superarse de forma suficiente lo anterior, la heterogeneidad que hace a una sociedad rica y fascinante, la hace también compleja en sus preferencias dentro de un conjunto de temas también extenso y dónde además siempre se encuentra ese egoísmo inserto en cada individuo y que le impide establecer un lazo empático que seguramente no desea, haciendo imposible una decisión colectiva.
     El bien común puede tener muchas definiciones y apreciaciones tan distintas como seres humanos pueda haber en el planeta; y encontrar una sola definición con la que todos puedan concordar es complicado. En ese sentido, organizar las prioridades del Estado y dar solución a una serie de problemas puede llegar a ser tan frustrante, irrisorio e inoperante, o por lo menos así puede entenderse en la obra de Dahl.
     Tal parece que la utopía occidental de una sociedad de ciudadanos sabios y fuertemente cohesionados resulta poco viable y sensata para las democracias de gran escala y el mundo que vivimos. Tal parece que nos hemos acostumbrado al rostro mórbido que el espejo nos muestra cuando se trata de reconocernos. Y a pesar de que pueda haber opiniones contrarias a esta postura y el debate académico se haga rico y extenso, lo cierto es que la fuerza de estas ideas no se encuentran en todos los sujetos ni en todas las sociedades, por lo que el debate se asemeja a una charla de ancianos en un café que a nadie le interesa.              
     En este punto de nuestra era el egoísmo inherente al ser humano nos ha rebasado, y no es que lo diga Dahl, ni cualquier otro autor de renombre. Basta con mirar ese espejo y encontrar lo ajenos que somos a nosotros a mismos. Reconocer que la apatía política hoy se muestra ante todos insuperable. Aceptar que nos cuesta mostrar un poco de interés en el otro que quizá no conozco pero que es parte del todo del que también yo formo parte. Mirar esa intolerancia que nos impide dialogar con ese que piensa y vive de forma distinta a la mía. Pero sobre todo, ver ese egoísmo que nos lleva a la calle todos los días sin preocuparnos por nada ni por nadie más que por nuestra felicidad, y que una vez que nos hayamos cansado de la jornada de este día, nos arrastraremos hasta nuestras camas y habrá otro día en el que sólo nos preocupamos por nosotros mismos y nuestra realidad, y teniendo por seguro que mañana será otro día igual.
     La imposibilidad de acercarnos al tipo de gobierno que deseamos está dada a la imposibilidad que tenemos para hacer a un lado nuestro egoísmo.   
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