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El mercado político electoral

Por: Gerardo Daniel Mendoza Lamegos

Actualmente es inevitable casi para cualquier persona obrar con ese consumidor innato que llevamos dentro. Es como si naciéramos con un chip azul que llegado el momento, se activará para hacernos funcionar dentro de los variados y bastos mercados que existen en las sociedades modernas.
En un día habitual una persona puede enfrentarse a tomar varias decisiones, las cuales ejecutará como un consumidor. Empezará por elegir la cadena de autoservicios donde adquirirá productos de la canasta básica; elegirá de entre una docena de marcas para comprar su shampoo y el jabón para bañarse, la leche y cereal que desayunará al día siguiente, entre otros productos. Más tarde, tal vez se encontrará decidiendo entre una gama amplia de compañías celulares que le ofrecen varios equipos celulares de otras tantas marcas, y cuando culmine con esta ardua labor, quizá estará pensando tomar un breve descanso y comer; para ello acudirá a algún restaurant de comida rápida o tal vez opte por una opción más formal, decisión que será tomada también entre un sin número de opciones. Para finalizar su día, analizará qué cadena de cine le ofrece el confort y los géneros de películas que para esta persona son de su preferencia, pues requiere invertir en su ocio. En fin, en un día cualquiera las personas están expuestas a tomar un sinfín de decisiones que serán llevadas a cabo en un modo de consumidor, ya sea de desde una bebida azucarada hasta agua embotellada, desde un par de zapatos hasta una chamarra para el otoño que ya llego.
Ahora bien, como toda organización humana, el libre mercado y sus consumidores tienen sus deficiencias. Dichas deficiencias desde actos desleales en la competencia entre empresas, en la falta o nula información que ofrecen las empresas a sus consumidores que puede ser en perjuicio de éstos. Y ciertamente uno podría pensar que estas deficiencias pueden y deben autocorregirse fácilmente con el castigo que ejerce el consumidor al elegir de entre las tantas ofertas que hacen otras tantas empresas que existen en el libre mercado. Desgraciadamente, y como bien sabemos, esto no es así.     
El hábito de consumidores que hemos aprendido del mundo occidental, ha evolucionado y se ha trasladado al campo político, y ha hecho de este un mercado político. El ciudadano entonces, es un consumidor de la política, el cual tiene que elegir de entre un grueso de partidos políticos que pretenden insertarse en alguno de los tres niveles de gobierno.
Los vicios que existen en los mercados de bienes y servicios también son palpables en el mercado electoral; ya sea porque los partidos se niegan a competir en condiciones de igualdad, o porque los candidatos que postulan los partidos políticos se niegan a transparentar sus ingresos, puede ser también lo planas que suelen ser las propuestas en una campaña política, e inclusive la mercantilización de los servicios públicos y programas sociales donde partidos y ciudadanía son cómplices. El consumidor político pretende obtener un beneficio, aunque nunca se entera si éste será en el corto, mediano o largo plazo, y lo que es peor aún nunca pregunta el cómo, ni el cuándo. Por lo tanto, no es de sorprender que el debate público sea tan pobre, y que en cada campaña se comercialice el progreso, el desarrollo, la democracia, el cambio, el crecimiento y otros tantos conceptos tan usados y desgatados.
Por otra parte, y así como en el libre mercado, el consumidor político no logra renovar el mercado político electoral porque este se ve engañado y envuelto ante las trampas del mercado, aunado  a la falta de voluntades que pueden y debieran hacer operar la competencia política en condiciones que debieran hacer más rica y saludable una democracia de este siglo. No obstante, siempre ha sido y será más redituable operar en condiciones de ignorancia, ya que mantiene el status quo.
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