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Nuestra desgracia institucional: una hipótesis

La hipótesis es muy simple: a mayor apropiación privada de los recursos públicos, menor riqueza pública. Cualquier comunidad humana, y la nación no lo es menos, asegura su existencia si logra una base económica sólida, es decir, como sostenían los antiguos, su autosuficiencia material. Pero no basta una economía funcional para sobrevivir como colectividad. Es necesario que la comunidad transite hacia su expresión política, al Estado. Ahí se crea riqueza pública en oposición a la riqueza privada. El esfuerzo individual y familiar eventualmente es coronado por la acumulación, pero el grado político que alcanza una comunidad exige que una porción de lo acumulado de manera privada sirva para la protección y el bienestar colectivo, es decir, de los miembros de la comunidad en su expresión política. Esto es riqueza pública, producto de la expropiación de una parte de la riqueza privada.

En la vorágine de eventos y decisiones que han plagado la vida política, social y económica de México en los últimos años (ponga usted el periodo que más le acomode), sobran los diagnósticos y las soluciones. Expertos y diletantes apresuran su opinión para explicar por qué el país se hunde en la corrupción, la impunidad y el cinismo. Muchas de las iniciativas que la sociedad civil organizada e intelectuales han impulsado, no sólo son oportunas y cuidadosamente formuladas, sino contienen una auténtica preocupación por el futuro de México. Me parece, no obstante, que adolecen de profundidad histórica y, por lo tanto, están condenadas, si no al fracaso, a un éxito relativo.

Cuando digo profundidad histórica, me refiero a algo muy escueto: nuestro fracaso histórico. Se trata del fracaso de las instituciones. Para decirlo con mayor precisión, a la pérdida irremediable en América Latina de un periodo crucial que tuvo lugar en Europa. Entre los siglos XVIII y XIX se gestó el cambio —verdadera revolución institucional— que transformó la relación entre la economía capitalista y el Estado moderno. En ese lapso, Occidente pasó del gobierno discrecional y personalista del rey y sus leales funcionarios, a la era de instituciones impersonales, es decir, a un mundo regulado por el Derecho universal, general y abstracto, acompañado del ejercicio objetivo de la fuerza en última instancia para evitar la impunidad y la violación sistemática de las leyes. Con ello, el ámbito de lo público se separó con nitidez del privado y, de ese modo, pudo ensancharse, interviniendo en un número amplio de actividades que antes quedaban al amparo de la buena voluntad de corporaciones asistenciales e individuos privados.

Historia en una nuez: los intelectuales mercantilistas del XVIII pugnaban por convencer a la corona en Francia como en Holanda, en Inglaterra como en España, de la necesidad de ese matrimonio entre Capital y Estado para conceder monopolios nacionales que, a su vez, garantizaran ingresos tributarios al rey. El matrimonio necesitaba reglas claras que impusieran límites al comportamiento, otrora abusivo, de los funcionarios del Estado en su trato con los empresarios, en tanto el capital se comprometiera a pagar los tributos legalmente estatuidos para la manutención del Estado. La corona española hizo caso omiso de las teorías mercantilistas y, con ello, se perdió la revolución que se venía: atener el comportamiento económico de las empresas, de un lado, y del Estado y sus funcionarios, del otro, a las reglas que sólo las instituciones podían asegurar. ¿Por qué? Porque ni a España ni a Portugal les apuraba contar con fuentes sanas de ingresos propios en la medida en que las colonias de América Latina y el Caribe les proveían de todos los recursos que necesitaban.

Ocurrió en Europa, no de manera homogénea ni en el tiempo ni en el espacio, pero la transformación institucional tuvo lugar. Para nosotros, en cambio, significó una pérdida histórica, sin más: nos quedamos varados en la época colonial. En efecto, la discrecionalidad y el personalismo de la autoridad continuaron impávidos —marca de la casa— gobernando las instituciones. Desde una economía controlada por unos cuantos y un mercado interno frágil y reducido, al control plutocrático de los contratos gubernamentales. El capitalismo mexicano se mueve y decide en las altas esferas de la política, en tanto que la administración pública, aparato de acción de la autoridad estatal, se encuentra capturada por unos cuantos actores en compañía de los intereses de las empresas que más aporten a sus bolsillos. En México, la debilidad de las instituciones se explica por el control discrecional que ejercen sobre ellas políticos, burócratas y empresarios por igual.

Pero agrego algo más: nuestra miseria institucional se expresa en la politización de la burocracia. Ésta es, históricamente, aliada de la autoridad del Estado (corona o presidencia). El burócrata profesional debe su cargo a una estructura ordenada y predecible de reglas y procedimientos que le aseguran su posición y su carrera, a cambio de lealtad a la autoridad o, como decimos, de lealtad institucional. Cuando los cargos se distribuyen a los amigos o aliados políticos del momento y, en cascada, se adjudican a más amigos y aliados, la autoridad (monarca o presidente) pierde fuerza, como es natural, porque la adscripción a las normas jurídicas como patrón de comportamiento administrativo del burócrata, pierde su razón de ser ante la relación personal y discrecional de quien le dio la chamba. Peor aún, esta perversión viene con una venganza: pobreza pública, riqueza privada.

Creo que esa conclusión se manifiesta con claridad en la reducción y la mala calidad del espacio público. No me refiero a la democracia y sus procedimientos electorales que, en México, parece siempre quedar a deber. Hablo del espacio público que en Europa se fue construyendo lentamente en el Derecho, en la filosofía y en la práctica a lo largo de varios siglos y que bien puede resumirse en lo que Nora Rabotnikof ha identificado como lo colectivo, lo manifiesto y lo abierto. Y de manera más específica, no hay nada que mejor reúna estas tres características que los parques, los jardines, las plazas, los mercados, las calles, los caminos y las carreteras y, en general, la infraestructura pública bajo la gestión del Estado. Dudo mucho que ningún lector haya visto jamás el deterioro de esos espacios y que, quienes hemos tenido la suerte de viajar a países del primer mundo, institucionalmente fuertes, por lo demás, no los hubiéramos comparado con los suyos sin sentir tristeza.

Sólo me referí a los espacios públicos por antonomasia, porque si extiendo el repertorio, por ejemplo, al Estado de bienestar o a la administración de justicia, la cuenta sería peor. No lo digo yo, lo dicen encuesta tras encuesta: siempre peleamos los lugares por debajo del promedio si no es que los últimos. A menos que tengan lugar algunos eventos, que dudo mucho puedan suceder y que en otro momento propondré, los mexicanos seguiremos batallando con los mismos problemas que nos tienen congelados en la Colonia: patrimonialismo de un lado, mercantilismo del otro. Suma de factores que se traduce en la apropiación por unos cuantos de la riqueza pública que todos contribuimos a generar, en contraste a la razonable apropiación pública de una porción de la riqueza privada para el bien de todos.

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